Como pudo, llegó a las majestuosas puertas del cementerio. Para su propia fortuna -o eso pensaba ella- la tormenta y el aire habían hecho ceder la cadena que mantenía las dos rejas unidas y con un ágil movimiento de su cuerpo, pudo introducirse en el interior del lugar.
Ya de por sí, aquél terreno Santo le parecía el más hermoso que su vista había tenido el regalo de contemplar. Pero, enlazado con aquella noche cerrada y las pequeñas gotas de agua que lo adornaban todo, sintió que su corazón se emocionaba con tal fuerza que finalmente, no sabía si lloraba de alegría, tristeza o desesperación.Avanzó entre las lápidas y los panteones cuyos tiernos y melancólicos epitáceos se sabía ya de memoria. Christine se conocía cada uno de los rincones de aquél paraje, dónde daba el Sol y la sombra, dónde estaban las lápidas más dulces, quién amaba con más fuerza a su amado difunto y, cada marchita flor que descansaba sobre la hierba.Sus piernas se impregnaron de barro, le costaba continuar y cayó varias veces al suelo víctima del cansancio y las complicaciones del terreno.El viento le susurraba al oído que avanzara y, animaba a su agotada alma para que se levantara una vez más. La esperanza de descansar junto a su regazo, impulsó a Christine a continuar a pesar de faltarle el aliento.




1 comentario:
Buen texto. Sugestivo, sigue en ello.
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